Todas las tardes, en el mismo
lugar, esperaba impaciente verla llegar. Cada día era igual de impactante que
el anterior, cada tarde su cuerpo despertaba ante la visión de esa figura que
se deslizaba con la soltura de saberse hermosa. Incitaba solo con sus andares,
que marcaban el ritmo de unas caderas sinuosas. Caminaba tranquila, sin prisas,
saboreando el calor del sol que abrazaba su cuerpo y de la suavidad del aire
que rosaba su piel; y él quería ser ese sol y ese aire para poder tocarla.
Era increíble, no enseñaba nada
de manera explícita; pero… al mismo tiempo enseñaba tanto. Su cuello expuesto a
su ardiente mirada, esa forma delicada y definida que lo atraía como la luz a
la polilla. Deseaba saborear aquella piel expuesta; pasar su lengua húmeda por
la zona donde se unía a esa pequeña y bien torneada oreja y, desde allí, crear
un recorrido cuesta abajo, marcándola con su saliva, haciéndola estremecerse
con ese suave contacto… despertando su deseo de más. Era tal su necesidad, que
sentía la boca seca y se relamía los labios para humedecerlos e, intentar aplacar
esa hambre que había despertado en él sin proponérselo siquiera.
Una mujer exquisita, con esas
curvas que se vislumbraban a través del vestido que abrazaba su cuerpo
fundiéndose con su piel. La perfecta silueta de sus pechos que al andar parecían
provocar con un suave movimiento, atrayendo las miradas lascivas de los hombres
que pasaban a su lado. Todos se detenían a mirarla; todos sentían el impacto de
su sensualidad descarnada. Toda ella era una sinfonía erótica en movimiento. Su
cuerpo despertaba un deseo impúdico de probar cada rincón de piel visible y, también,
de cada curva solo visible en su imaginación.
En su mente podía ver, con
claridad, unos hermosos pechos nacarados adornados con dos pequeños botones de
un tentador color rosa. Los imaginaba endureciéndose al sentir sus dedos
entorno a ellos. Podía, casi, saborearlos de tan reales que eran y, solo con
eso, sentía como su cuerpo respondía… la tensión de sus músculos, la dureza de
su pene presionando por ser liberado, la sequedad en la boca por la necesidad
de saciarse en ella. Era una tortura deliciosa…
No sabía su nombre, no conocía
nada de ella… pero, aún así, despertaba un hambre salvaje en él, que lo hacía
temblar por la necesidad de poder rozar, con la punta de sus dedos, esa
apetecible piel. Muchas veces había sentido la necesidad de acercarse y
hablarle, conocerla, respirar el olor de su piel, de su deseo, de su esencia.
Solo lo frenaba el miedo a dejar de disfrutar de la tentación, que el misterio
que la envolvía despertaba en él.
Cada noche, en la oscuridad de su
habitación revivía cada sinuoso movimiento, cada suave expresión, cada curva
deliciosa que insinuaba coqueta… y era tan intenso lo que experimentaba su
cuerpo, que solo imaginando todo lo que ella escondía, solo soñando lo que
deseaba hacerle a ese cuerpo hecho para el pecado más placentero… explotaba en
un orgasmo tan intenso que el éxtasis lo llevaba al extremo del delirio.
Cuando regresaba la calma y la
respiración se acompasaba, siempre se preguntaba lo mismo…
¿Cómo sería mojarse en su esencia?
Y sin poder llegar a imaginar siquiera la respuesta, se quedaba dormido
deseando que llegara la mañana para volver a verla a la misma hora.
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