LA CITA ANUAL
Como cada año, ella llegó al mismo hotel;
los nervios y la excitación siempre la invadían. A pesar del tiempo que llevaba
haciendo lo mismo, no podía evitar sentir que aquello no era correcto y, aun
así, el sentimiento era más fuerte que su consciencia. Además, solo podía
disfrutar de él un par de noches al año.
Mientras lo esperaba, Lidia pensaba que no
hacía daño a nadie, tal vez a sí misma…, pero la soledad, a veces, era tan
espantosa; que esa cita anual era para ella tan necesaria como el agua para un
sediento. Sentada, empezó a recordar cómo llegó a su vida…
La necesidad de cariño y de pasión, se
hacían acuciantes con el paso de los años, Lidia ya había olvidado lo que era
sentirse mujer, atractiva y deseada…, hasta que un día, por esas casualidades
de la vida, conoció a Eduardo en las redes sociales. Ambos estaban en un grupo
y comenzaron dándose un me gusta a lo que subía cada uno. Dejaban comentarios,
reían de las casualidades que surgían entre los dos. Así, sin saber cómo,
comenzaron las charlas privadas hablando de todo y de nada. Riendo de chistes
absurdos, discutiendo de temas en los que no estaban de acuerdo. Ambos compartieron
miedos, sueños e inquietudes.
Lidia, sin darse cuenta, estableció con
Eduardo una rutina que la llenaba. Deseaba cada noche llegar a casa y
conectarse al ordenador. De las charlas, pasaron a las videollamadas; charlaban hasta altas horas
de la noche aunque, en muchas ocasiones, él no podía conectarse siempre que
quería porque tenía una vida, una familia.
Ella en ningún momento quiso meterse, ni
ser un problema…, solo quería un amigo, solo buscaba eso. Por ese motivo eran muy
sinceros entre ellos y, Eduardo se desahogaba con ella, recibiendo, a cambio,
consejos para limar asperezas, para resolver conflictos. Porque para Lidia,
mientras hubiera amor entre la pareja todo se podía solucionar.
Los días se hicieron semanas, las semanas
meses y los lazos entre ambos fueron creciendo; el cariño y la confianza que se
fue generando noche tras noche, charla tras charla, hizo surgir una intimidad
que fue creciendo, haciendo florecer en ella el deseo…, ese cosquilleó en el
vientre que Lidia hacia mucho que no sentía. Ese hormigueo en el cuerpo por la
necesidad de sentir el calor de otro cuerpo. Un descubrimiento que la asustó y
que la hizo apartarse negando la evidencia.
Ella solo buscaba un amigo, jamás imaginó
que las cosas podían llegar a un sentimiento más fuerte. No quería complicarle
la vida a Eduardo. Él tenía una hermosa familia, con sus más y sus menos, como
todos.
Pero ese sentimiento se fue haciendo cada
vez más fuerte, más intenso…, traspasando la pantalla; hasta que un día conoció
su voz, ronca y varonil…, el sonido de su risa, esa que solo imaginaba en su
mente. Y fue entonces cuando todo se volvió más real y más complicado.
Por un tiempo, Lidia decidió no
comunicarse con él, pero ambos lo sufrieron e inevitablemente volvieron a
conectar sus vidas…, continuaron sus encuentros clandestinos en la red,
encuentros que se fueron volviendo más intensos, donde exploraron sus más secretos
deseos…, hasta que ya no fue suficiente; necesitaban tocarse de verdad, piel
con piel…
Antes de cumplir el primer año desde que
se habían conocido por internet, Eduardo le propuso verse en persona; elegir
una ciudad intermedia donde nadie les conociera, donde fueran dos extraños
entre miles de personas.
Lidia, al principio, no quería; ella no
era una mujer que se metiera con hombres casados…, se sentía muy mal; pero, al
mismo tiempo, deseaba con todo su ser verlo, abrazarlo, oler su piel, sentir su
calor. Aunque, por otra parte, también pensó que quizás si se encontraban
frente a frente, la fantasía chocaría con la realidad haciendo que todo
desapareciera, que se diluyera en una ilusión abstracta producto de la soledad
en la que vivía.
Pero nada de lo que imaginó fue lo que
ocurrió en ese primer encuentro. Fue todo más fuerte aún de lo que había sido
hasta ese momento. Y entonces, Lidia se dejó llevar por lo que ansiaba, por lo
que sentía…, era tal ese sentimiento, que dominó su razón.
Ese primer beso fue tan perfecto. Ella
había olvidado lo que se sentía con un beso, había olvidado el calor de un
abrazo, la suavidad de una caricia y el placer del deseo compartido.
Todo eso fue lo que revivió en aquel
primer encuentro, todo gracias a su querido amigo Eduardo, que le devolvió la
ilusión y la alegría de sentirse mujer.
Hoy, cinco años después, regresaba a esa
cita anual que ambos se regalaban. Ambos seguían siendo amigos y amantes en la
distancia… pero sobre todo, confidentes.
Entre Eduardo y Lidia no había dolor, no
había daño…, había un amor puro y sincero, esa clase de amor que entendía que
no era el momento para estar juntos, pero que aún así eran afortunados de poder
amarse. Esa clase de amor que animaba al otro a perseguir sus sueños, a ser
feliz con la vida que eligió, y a no lamentarse por los obstáculos o por lo que
no se podía tener.
Lidia pensaba que a veces no era el
momento para que dos personas pudieran estar juntas, pero también creía que era
mejor tener un poco de amor a nada. ¿Cuánto duraría? Quien podía saberlo… a
quién le importaba. La vida era muy corta y ella solo pretendía robarle al
tiempo un poco de cariño del bueno.
Sumergida en esos recuerdos, no sintió la
puerta de la habitación abrirse, hasta que unos pasos la hicieron volver la
cabeza y encontrarse con esos cálidos ojos que le sonreían. Se acercó a ella y
la abrazó, aspiró su aroma y luego la besó con ansia.
Se miraron a los ojos, se entendían sin
palabras, se respetaban. Ambos sabían que solo podían tener esos momentos robados
a la vida, y daban gracias por ellos. Eran sus momentos, sagrados y solo suyos.
Durante dos días vivían en una burbuja que parecía detener todo a su alrededor.
―Otro año más, preciosa ―dijo Eduardo
acariciando su mejilla.
―Sí, otro más, otro recuerdo más.
―¿Será el último? ―preguntó él.
―¿Acaso importa?
―No, no importa.
Se abrazaron y se dejaron llevar por lo
que sentían. La gente, el ruido, el reloj y todo a su alrededor dejó de
importar, solo ellos dos y ese instante robado, eran lo único que contaba.
Elizabeth Da Silva