Como en casa

Mi blog vio la luz, el día 18 de octubre de 2012... Y vuelve a renacer hoy 13 de febrero de 2023. Espero que cuando me visiten se sientan como en casa, con la confianza de opinar sobre cualquier post, artículo o reseña. Se aceptan comentarios, correcciones y críticas siempre que sean escritas con educación, espero alimentarme de ustedes y viceversa. Creo en el continuo aprendizaje... aprendamos juntos.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

MÁS QUE JUEGOS... CAPÍTULO 1

Entró en el pub y miró hacia el fondo, en la última mesa se encontraba la persona que lo había citado con esa nota tan extraña. Caminó sin fijarse en las miradas apreciativas que le dirigían las mujeres. Llevaba dos días intrigado con esa cita, si no hubiera sido por que la nota mencionaba a Elisa, no estaría en ese momento ahí.
―Buenas noches, ¿eres Joanna? ―preguntó a la mujer que lo miraba fijamente.
―Sí…, y tú debes de ser Alec.
―Así me llaman ―contestó―. ¿De qué conoces a Elisa y por qué me has citado aquí? ―demandó sentándose sin pedir permiso.
―Puedes sentarte ―dijo con ironía Joanna, sonriendo al ver su gesto adusto.
―¿Qué quieres de mí? ―inquirió molesto―. No estoy para que me hagan perder el tiempo.
―Veamos, si no estoy mal informada, te llamas Alec Bennet, tienes treinta y cinco años y eres fotógrafo profesional. Estuviste comprometido con Elisa Mary Clarke, pero la relación terminó porque ella no aceptaba tus gustos sexuales… extremos―Hizo el gesto de entrecomillar la palabra extremos con los dedos, para dar más énfasis a la misma―, por llamarlos de alguna manera. ―Terminó y lo miró con sus fríos ojos azules.
―¡¿Cómo sabes todo eso?! ―exclamó furioso.
―Te recomiendo que te tranquilices, no soy tu enemiga y…, creo, que lo que te voy a decir te va a interesar.
―¿Quién eres y qué pretendes?
―Joanna Downer, la ex del hombre que está con Elisa.
Alec la miró sin comprender nada. «¿Qué pretende esta arpía?», se preguntó mientras la observaba detenidamente.
―¿Y…?
―Para explicarte lo que pretendo, necesito que me contestes a una pregunta.
―¿Cuál?
En ese momento, llegó un camarero y les preguntó si deseaban algo de beber; ambos pidieron sus bebidas y, enseguida, reanudaron la conversación. El pub tenía una tenue iluminación, lo que les permitía estar apartados de las miradas curiosas.
―¿Te gustaría recuperar a tu chica?
Jamás se hubiese imaginado que esa era la pregunta. «Recuperar a Elisa… ¿Tenerla a mi merced y poder castigarla por haberme abandonado? Claro que me gustaría, pero dudo que sea posible», se dijo.
―Depende de lo que tuviera que hacer para lograrlo ―contestó.
―Para romper esa pareja no servirá, solo, con hacerles sentir celos, eso no será suficiente... Lo que hay que hacer es romper la confianza que se tienen. Llevo muchos meses haciéndolos investigar y seguir, sé de lo que hablo. En su relación, lo más importante, además del sexo, es la confianza que ambos se tienen. Si la resquebrajamos, lograremos destruir lo que los une.
―¿Estás segura?
―Lo estoy; conozco a Charles..., además, sé por una buena fuente que ella, seguramente, se está enamorando, y él, quizás, también lo esté, pero ninguno lo ha admitido aún para sí. Eso nos da ventaja.
Alec sonrió por primera vez esa noche. Algo que había dado por perdido se le ponía en bandeja. Deseaba tener a Elisa de nuevo en sus manos y haría todo cuanto esa mujer le pidiese para conseguirlo.
―Eres retorcida…, me gusta ―afirmó alzando su copa―. ¿Brindamos por nuestra asociación? ―invitó.
―Brindemos. ―Chocó su copa con la de él y lo miró a los ojos―. Ambos queremos recuperar lo que teníamos y, para ello, debemos unirnos para destruir esa relación.
Bebieron en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos. No se conocían y, aun así, tenían algo que los unía.
―Perdona el atrevimiento; lo que no entiendo es ¿Para qué quieres a esa remilgada si no le va el sexo duro?
―Eso es problema mío y, en cuanto a mis gustos, todo se puede solucionar, con un poco de disciplina... ¿No crees?
―Tú sabrás. Yo solo quiero volver con Charles, es el mejor hombre que he tenido y sé que no conoceré a otro igual.
―Cada uno de nosotros tiene sus motivos. Una vez consigamos nuestro objetivo, seremos libres para actuar como nos dé la gana.
Intercambiaron sus teléfonos y algunas palabras sobre su plan para separar a Elisa y Charles.
―Así es. Cuando dé el primer paso te llamaré.
―Muy bien. Hasta entonces, Joanna.
―Adiós. ―Se terminó el resto de su copa de un trago, se levantó y se fue sin mirar atrás.
Hacía un año y, aunque parecía mentira, el tiempo había pasado. Ese día se cumplían doce meses desde aquella noche, en la que sus caminos se habían cruzado en una discoteca... Un año lleno de pasión, donde Elisa había descubierto, en manos de Charles, sus deseos más íntimos y su sexualidad, disfrutada en toda plenitud.
Pero a pesar de esa confianza, de ese grado de intimidad que habían alcanzado en tan poco tiempo..., algo estaba cambiando en ella. Muchos días se preguntaba qué eran. Solo amigos para el sexo, solo dos íntimos con derecho a experimentar todo lo que deseaban... ¿Solo eso?
No vivían juntos como pareja; a veces pasaban los fines de semana en casa de uno o en el apartamento del otro y, algún que otro día suelto entre semana, compartían algunas salidas con amigos que tenían en común o, si no, cada uno hacía su vida social; pero en el sexo, siempre estaban dispuestos a disfrutar con juegos compartidos o privados.
Elisa no tenía relaciones íntimas con otro hombre sin la presencia de Charles y, siempre, porque formaba parte de alguna de sus fantasías más calientes. Él, por el contrario, durante ese año se había acostado con dos mujeres en dos viajes, aunque, Elisa había participado en la distancia a través de la webcam. Había sido algo muy fogoso y excitante...
Aún podía recordar la mirada de Charles clavada en la suya mientras bombeaba en el interior de la mujer con la que estaba follando..., su mirada ardiente le decía que era a ella a quien sentía, a quien penetraba una y otra vez.
Fue algo muy visceral ver cómo Charles practicaba sexo sin dejar de mirarla, mientras ella se masturbaba para él y, entre gemidos, le suplicaba que le regalara todo su placer. Observar cómo, a punto de llegar al orgasmo, él se retiraba del interior de esa desconocida y quitándose el condón eyaculaba sobre la mujer, pero siempre con la mirada clavada en sus ojos y gritando su nombre. Solo recordando la escena vivida ya sentía la respuesta de su cuerpo, la necesidad de dejarse llevar y regalarle su éxtasis a Charles.
―Eli, ¿en qué planeta estás? ―preguntó su secretaria sacándola de esos ardientes recuerdos.
―¡Perdona, Inma!
―Nada, ya me gustaría a mí estar allí; por tu cara era un lugar muy placentero ―dijo con una sonrisa ladina.
―No puedo negarlo ―afirmó riendo―. ¿Para qué me llamabas?
―Perdona, tienes a Charles en la línea dos.
Sin perder tiempo, Elisa contestó la llamada. «¿Habrá recordado qué día es hoy?», se preguntó sonriendo.
―¡Buenos días!
―Preciosa, pero qué energía transmites esta mañana. Buenos días a ti también.
―Sí, hoy amanecí con mucho brío ―contestó riendo.
―Pues anoche me dejaste agotado, nena.
―Me encanta que nos agotemos juntos, lo sabes, cariño ―susurró con tono insinuante―. Pero, dime, ¿a qué viene esta llamada?, ya habíamos quedado para vernos esta noche.
―Lo sé y por eso te llamo. Siento tener que cancelar nuestra cena. Ha surgido una cita con un cliente a última hora y no sé lo que tardaré ―explicó.
Elisa se desinfló como un globo al que acababan de pinchar. Su alegría se evaporó al comprender que no recordaba ese día; que no entendía el porqué de su invitación a cenar y…, ella, que había pensado en llevarlo, luego, a la discoteca donde se habían conocido para rememorar juntos esa noche que cambió sus vidas.
―Eli, cariño, ¿me escuchas?
―Perdona, me he distraído con algo que me han traído ―mintió―. ¿No puedes cambiar esa cita? ―indagó.
―No…, quiero conocer a ese, supuesto, nuevo cliente.
―Tranquilo, qué le vamos a hacer… Llamaré a Marta y la invitaré a cenar, total, ya tengo la reserva.
―Nena, de verdad que lo siento mucho.
―Yo también lo siento, Charles, más de lo que crees. ―Su alegría se había esfumado, no podía seguir hablando más―. Hablamos luego, tengo mucho papeleo hoy.
Se despidieron y él quedó en llamarla, pero Elisa apenas escuchó nada de lo que dijo. «¿Por qué los hombres no recuerdan cosas tan significativas? ¿Será que no son tan importantes para ellos como para nosotras?», se hacía esas preguntas mientras marcaba el número de Marta.
―Hola, ¿a quién hay que matar a esta hora? ―preguntó Marta riendo.
―Yo sé de uno…, aunque mejor lo dejamos pasar. Loca, te llamo para invitarte a cenar y luego a unas copas. Bueno, seré sincera, acaban de dejarme tirada con la reserva hecha y no me da la gana de perderla. ¿Te apuntas?
―¿Charles te acaba de dejar tirada? ―preguntó incrédula.
―Sí, al parecer le ha surgido un cliente de última hora, pero…, no sé, su voz me ha sonado tan rara, titubeante… En fin, no me hagas caso.
―Eli, ¿él sabe qué día es hoy? ¿Se lo has recordado?
―No. Debería recordarlo él solo… Marta, hace solo un año, joder, que no es nuestro aniversario de matrimonio número veinticinco para que se despiste; bueno, eso tampoco tendría perdón.
―Tranquila, hablamos esta noche en la cena. Él se la pierde… ¡Hombres! ―bufó Marta.
Se despidieron y quedaron en que Elisa la recogería para ir juntas en un solo coche. Después de las llamadas, decidió no pensar más y se volcó en todo el papeleo que tenía sobre la mesa. Como agente de viajes siempre tenía mucho trabajo: cerrar grupos, buscar los mejores hoteles, paquetes de estancia en otros países…, y era una locura, aunque le apasionaba. Conocía a mucha gente y viajaba mucho, en definitiva, era un trabajo que le gustaba.
Terminó el reportaje que tenía esa mañana y, mientras recogía su equipo de fotografía, recordaba su reunión con Joanna. Estaba ansioso por que lo llamara y empezar así la caza. Se había arrepentido de dejar a Elisa, había fracasado con ella; por eso quería volver a tenerla y, luego, enseñarle la disciplina que tenía que haberle enseñado, desde el primer día que empezaron a vivir juntos.
―¡Alec!, menos mal que te encuentro ―dijo Gerard entrando al estudio.
―Hola, ¿para qué me necesitas?
―Anoche te pasaste con una de nuestras sumisas. ¡Te has vuelto loco! Tenemos normas y reglas, nosotros cuidamos de las chicas.
―No exageres, ella quería que le diera fuerte y eso hice. ―Lo enfrentó.
―¡Nuria te gritó la palabra de seguridad y no paraste! Eso es muy grave. Te ha denunciado en el club.
―No escuché nada, ella solo gritaba.
―Alec, ¿la escucharon otros y tú no? ―preguntó incrédulo―. Te lo advierto, si tienes otra denuncia más serás expulsado. Sabes que nuestro club se preocupa porque todo sea consensuado y, sobre todo, porque los Dominantes respeten las normas; para eso se fijan, no para que hagas lo que quieras.
―Tomo nota, pero estoy seguro de que ella retirará la denuncia cuando se calme. Yo le di lo que me pidió.
―Eres el Dominante más sádico que tengo en el club, no hagas que te eche. Porque ni la amistad que nos une te salvará. Además, si te soy sincero, cada día te desconozco más. ¿Qué te está pasando? Antes no eras tan violento.
―Mis gustos han cambiado, solo eso. No te preocupes, no volverá a ocurrir.
―Eso espero.
Gerard se fue con mal sabor de boca después de esa conversación, tendría que vigilar más de cerca a Alec, no le gustaba nada el cambio que se había producido en su amigo. Disfrutaba con la crueldad y no era satisfacción sexual, era satisfacción perversa de ver a otra persona sufrir al infligirle dolor; y eso no estaba dentro de los principios del club de BDSM que regentaba.
Alec maldecía a la puta que lo había denunciado. Se duchó y se vistió con pantalones negros, camiseta negra y una chaqueta de cuero. Cogió su moto y se fue a buscar a esa zorra. «No sabes con quién te has metido», pensó.
La cena fue divertida, con Marta nadie se aburría. Decidieron ir a tomar una copa y escuchar música. Elisa estaba no solo desilusionada, sino también cabreada porque en toda la noche no había recibido ni un mensaje de WhatsApp. Un día tan significativo se había estropeado completamente.
Llegaron a la discoteca a pesar de que hubiese preferido un bar, pero Marta tenía razón, el que se lo estaba perdiendo era Charles, por idiota. Había decidido divertirse, era libre, no tenía compromiso de exclusividad.
Se sentaron en un rincón vacío y pidieron sus copas. El ambiente estaba animado. No había mucha gente al ser día entre semana, pero sí la suficiente para pasarlo bien.
―Eli, hay dos ejemplares masculinos mirándonos fijamente desde la barra. Están tremendos y creo que no tardarán en venir hacia nuestra mesa ―comentó Marta sin dejar de mirar a los hombres.
―No he venido a ligar y, esta noche, no tengo ganas de relacionarme con ningún miembro de la especie masculina ―soltó mortificada.
Se llevó su copa a la boca y, cuando iba a dar un trago, se quedó paralizada. Sus ojos se abrieron incrédulos por la escena que veía a lo lejos. Sintió que todo su ser se enfriaba, era un frío que nacía desde dentro e iba cubriendo todo su cuerpo sin dejar ningún recoveco. Como si se hubiese congelado por dentro y por fuera, tanto era así, que sintió cómo temblaba a pesar del calor que la rodeaba.
―¡Eli!, ¿¡qué te pasa?! ―Marta le quitó la copa de la mano antes de que, debido a los temblores, se le derramara―. Estás helada, ¿qué te ocurre? ―preguntó, pero al no obtener respuesta siguió la mirada de Elisa y lo comprendió todo en ese instante.
―¡Será hijo de puta! No me lo puedo creer. ―La miró a los ojos y le dijo―: Eli, tiene que haber una explicación. Él no es así, además, está loco por ti.
Elisa parpadeó como saliendo de un trance, buscó su copa y le dio un trago largo. Necesitaba algo fuerte que la hiciera entrar en calor. No escuchaba lo que decía Marta, sentía un zumbido molesto en sus oídos y temía estar a punto de desvanecerse. Inspiró para serenarse y pensó que estaba exagerando las cosas. Ellos solo eran… ¿Qué?, pareja con derecho a follar o, como decían algunos, follamigos; una palabra que no era de su gusto. Nunca en todo ese año hablaron de exclusividad, aunque tácitamente había quedado claro que si follaban con terceros siempre participarían los dos, aun en la distancia.
Lo que le había causado esa reacción era la mentira, la excusa para cancelar la cita. Sentía que la confianza ciega que, hasta ese momento, había tenido en Charles, comenzaba a resquebrajarse. Una punzada de dolor se instaló en su pecho; el escozor de las lágrimas pugnando por salir, junto al nudo que se le había formado en la garganta, le decían que eso era más…, se sentía traicionada.
―¡Eli, por favor, dime algo! Grita, insúltalo, pero no sigas callada, me estás asustando ―suplicó Marta preocupada.
―Disculpa, es que ha sido algo que no me esperaba ver.
―No sé si has escuchado algo de lo que te he dicho, pero te repito que debe haber una explicación, Charles no te engañaría de esa manera, estoy segura.
―Lo que me duele es la mentira. Me dijo que tenía una reunión con un nuevo cliente que no podía cancelar.
―Bueno…, quizás ella es ese cliente ―insinuó Marta.
―Marta, por favor, ¿me vas a decir que han venido a cerrar un negocio publicitario a una discoteca…, a esta discoteca? ―Miró a su amiga con una mueca de incredulidad.
Volvió la mirada hacia donde estaba Charles hablando con una mujer joven y muy atractiva. No se veía actitud íntima, aunque sí se podía ver que se conocían, no era un nuevo cliente. Elisa se levantó y dejó su copa vacía en la pequeña mesa que tenía enfrente. Tomó su bolso y, decidida, caminó hacia ellos. Marta, al percatarse de hacia dónde se dirigía, la siguió.
Al llegar junto a ambos, se quedó al lado de Charles, que no había alzado aún su mirada hacia ella.
―Buenas noches, ¿interrumpo? ―habló sin dejar de mirar a la mujer que sonreía de forma irónica.
Charles dio un respingo al reconocer la voz de Elisa, se giró y alzó la mirada para confirmar que era ella; a su lado, Marta lo miraba con cara de pocos amigos.
―¡Eli, nena, qué sorpresa! No sabía que vendrías aquí. ―Se levantó para darle un beso en los labios, pero Elisa giró la cara y él terminó besando su mejilla.
―¿No vas a presentarnos? ―preguntó clavando su mirada en los ojos oscuros de Charles.
―Sí, perdona. Te presento a Joanna. ―Se giró hacia la mujer―. Joanna, esta es Elisa, mi chica.
Con parsimonia, Joanna se levantó y saludó sin dejar de sonreír.
―Encantada de conocerte. Charles me ha hablado mucho de ti. ―Se giró hacia Charles―. Querido, debe de ser extraño tener a tu chica y a tu exprometida, juntas.
El jadeo de sorpresa que salió de la boca de Elisa, lo hizo mirarla. Sus ojos se habían abierto y en ellos pudo ver decepción. Charles fulminó a Joanna con la mirada. «¿Por qué había tenido que añadir esa coletilla?; para molestar y hacer daño, muy típico de Joanna», se dijo.
Marta sujetó a Elisa del brazo, la sintió tambalearse como si le hubiesen dado un puñetazo; y podría decirse que así había sido.
―Eli, cariño, si quieres nos vamos. Yo ya había terminado de hablar con Joanna ―dijo él acercándose más a Elisa.
―Charles, todavía no hemos dejado nada en claro.
―¡Ahora no! ―exclamó con furia.
―No te preocupes, yo he venido con Marta a divertirme y eso es lo que pienso hacer. Tú sigue con tu ex, buenas noches.
Se dio media vuelta y se fue sin mirar atrás, Marta la siguió hasta la barra. Allí se pidieron dos copas más y Elisa se tomó la suya de un solo golpe.
―Para, Eli. Si bebes así terminarás borracha.
―Necesitaba esa copa, esto es como un mal sueño.
―¿Sabías que había estado prometido?
―Sí, él me lo contó…, y fue ella la que rompió el compromiso.
―Pues me ha dado la sensación de que aún se cree su dueña―confesó Marta.
―No entiendo nada. Me quiero marchar, no hago nada aquí.
―Será lo mejor.
Pagaron y se dirigieron hacia la salida, Charles las interceptó en la puerta.
―Eli, cariño, tenemos que hablar. No es lo que parece.
―No quiero hablar…, tú sabrás lo que es, yo me voy a mi casa ―dijo Elisa mirando la mano que sujetaba su brazo―. Suéltame ―exigió.
Charles la soltó y Elisa salió sin dirigirle la mirada. Marta se detuvo a su lado y observó su rostro, estaba preocupado.
―Pensé que eras diferente a los demás, pero me equivoqué. Eres igual de imbécil que la mayoría de los hombres.
―Marta, no es lo que parece. Es verdad que Joanna quiere contratar los servicios de la agencia para una campaña.
―Y tenías que quedar con ella hoy, precisamente hoy. ―Le clavó el dedo índice en el pecho―. Y para terminar de cagarla, no se lo dices a Elisa.
―Entiéndeme, si cancelaba la cena de hoy para decirle que iba a ver a mi ex, no hubiese sido muy inteligente de mi parte. Además, no entiendo qué tiene de especial este día ―musitó confuso.
―¡Hombres! ―exclamó Marta poniendo los ojos en blanco―. Veo que para ti no fue tan especial, como para Elisa, el día que os conocisteis. Buenas noches. ―Se fue dejándolo sin saber qué decir.

Y LLEGASTE TÚ... CAPÍTULO 1



   Madrid, 31 diciembre de 1995

   Como todos los años, en el chalé de los Ansúrez Toledo se reunió toda la familia para recibir el año nuevo. En torno al gran árbol de Navidad y arropados por el calor de la chimenea, todos siguieron las campanadas que se trasmitieron por televisión desde la Puerta del Sol. Los niños, sentados en la alfombra, observaban embelesados los fuegos artificiales, que explotaron tras acabar el sonido de la última campanada.
   Mientras la familia repartía besos y abrazos con los mejores deseos para el nuevo año, Carmen pensaba que cada año se repetía lo mismo. Su vida se había vuelto monótona y, muchas veces, con el paso del tiempo se preguntaba ¿qué era la felicidad? pero nunca encontraba la respuesta a esa pregunta.
   Los gritos de su hijo la sacaron de sus tristes pensamientos; verlo tan alegre compensaba su vida vacía. Desde su rincón en el amplio sofá, observaba a cada uno de los miembros de su familia. Sus padres, que sonreían felices mientras hablaban con sus suegros, y un poco más alejados se encontraban, Felipe, junto a su cuñado Alejandro, y su hermana María. Todos se veían alegres, pero ella se sentía tan triste...
   El grupo más joven se acercó al grupo de padres, como solían llamarlos. Enseguida, se unieron al tema de la conversación, comentaban sobre la reunión de la Unión Europea que había tenido lugar en Madrid, el pasado día quince de diciembre, donde se había acordado la creación de la moneda única, que se llamaría euro y que sustituiría a la peseta en enero del dos mil uno. Horacio habló de la locura de acabar con la peseta. Él no estaba a favor de ese cambio, decía que a la larga sería perjudicial para el país. Por el contrario, los jóvenes defendían la idea de una Europa unida, explicando que abriría todas las fronteras y las inversiones.
   Carmen seguía apartada del grupo, se sentía nostálgica. Durante diez años se había dedicado a crear una familia perfecta, se esforzó porque todos admiraran el matrimonio bien avenido y lleno de cariño que formaban Felipe y ella. Ellos eran la envidia de su círculo social, siempre demostrándose cuánto se querían. Y lo cierto era que se querían, muchísimo, pero solo como amigos.
Fiel a su palabra, Carmen Valenzuela era la esposa perfecta de Felipe Ansúrez, y la maravillosa madre del pequeño Arturo; él era el amor de su vida. Cuando caía en la melancolía, su hijo la rescataba con su amor incondicional. Pero aun así, sentía que le faltaba algo, había dentro de su corazón una necesidad profunda de sentirse amada y deseada como una mujer.
   —Came, cariño, ¿dónde estás? —dijo Felipe risueño.
   —Perdona, sabes que estas fechas me vuelven melancólica.
   —¡Anímate, querida! Ya estamos listos para irnos de fiesta.
   —Espera, voy a recoger mi abrigo y mi bolso, así aprovecho también para despedirme de todos.
   Se levantó del sofá y se dirigió al vestíbulo, donde había un pequeño armario para dejar los abrigos. Aprovechó y fue a retocarse el maquillaje. Al salir del servicio, se dirigió con paso lento hacia el salón, en el fondo no tenía deseos de fiesta, pero era la tradición y no podía faltar.
   Se despidió de sus padres, sus suegros, y abrazó a sus sobrinos; por último, encerró en un tierno abrazo a su pequeño tesoro y, como siempre hacía, lo cubrió de besos. Su hijo era su mayor alegría; se parecía en todo a ella, era alegre y extrovertido, y con sus nueve años ya demostraba una inteligencia superior a la media; pero Carmen no le exigía más de lo normal, porque, ante todo, quería que su hijo fuera un niño feliz.
   En el coche, todos charlaban alegremente mientras se dirigían al Hotel Westin Palace, donde se celebraba una fiesta para recibir el año nuevo. Como sabían que beberían, ya habían reservado habitaciones para pasar la noche allí. Llegaron y los hombres se bajaron del coche para ayudar a sus mujeres a descender del mismo. Felipe le dio las llaves al aparcacoches y los cuatro entraron al hotel.
   El salón donde se celebraba la gran fiesta era impresionante, amplio y decorado con tonalidades entre blancos y grises; y en sus altos techos, preciosas lámparas colgadas alumbraban con destellos dorados todo el conjunto. El recinto estaba lleno de gente de la alta sociedad madrileña, todos engalanados, festejaban bailando al compás de la música que tocaba la orquesta.
   Carmen, que resaltaba por su belleza serena y siempre elegante, llevaba un espectacular vestido largo de su diseñadora favorita, Carolina Herrera. Un sencillo traje de seda en color negro con cuello barco que resaltaba sus su piel de porcelana. Complementaba su atuendo un recogido sencillo y unos pendientes de diamantes.
   Era una mujer de una elegancia innata, que le gustaba vestir con sobriedad y sabía destacar sus mejores rasgos. Todos los hombres del salón se giraban a su paso y admiraban en silencio a esa mujer que parecía inalcanzable.
   Felipe iba a su lado mientras charlaba con su cuñado. De pronto, ella sintió que él se quedaba quieto y giró la cabeza hacia donde miraba. A escasos metros estaba Pablo, el amor de Felipe durante casi seis años. Carmen le cogió la mano y le dio un apretón cariñoso; él la miró a los ojos y le dedicó una sonrisa de agradecimiento.
   —Fe, esto iba a pasar algún día, tienes que asumirlo y seguir adelante. Ya hace cuatro años que vuestra relación acabó —le susurró cerca del oído para que nadie la escuchara.
   —Lo sé… Pero saberlo no lo hace más fácil.
   —Hemos venido a divertirnos, ¿sí o no?
   —Sí, querida, y eso vamos a hacer. —Le dio un tierno beso en la mano—. Señora de Ansúrez, me concede este baile.
   —Encantada, señor. —Le devolvió la sonrisa y se dejó llevar hacia la pista de baile.
   La orquesta empezó a tocar un vals y ellos se integraron con las demás parejas, dejándose llevar por el sonido de la música. Carmen adoraba bailar y, en ese momento, dejó que la melodía invadiera su cuerpo, haciéndolo vibrar. La música la envolvió y ella sintió que flotaba, olvidando así sus penas.
   Todos admiraban a la pareja perfecta según las revistas de sociedad; eran la envidia de muchos, pero también eran queridos por mucha gente. No muy lejos de allí, un grupo de mujeres hablaba de Carmen.
   —Llegó la princesa de hielo, siempre tan elegante. La que no rompe un plato, la mujer perfecta.
   —¡Ay, qué mala es la envidia, Alma!
Todas sonrieron al escuchar a Raquel, porque sabían del odio tan grande que sentía Alma Ferrán por Carmen Valenzuela, desde que esta se casó con su adorado Felipe.
   —¿Envidia? Lo único que le envidio es el marido que tiene, por lo demás, para mí es una del montón, pero con clase.
   —Querida Alma, eso lo dirás tú, pero la verdad es que Carmen es muy hermosa, te guste o no. Y a pesar de que decías que ese matrimonio no duraría ni un año, lo cierto, es que ya llevan casi diez juntos, y se los ve muy felices.
   —Cayetana, ¿por qué no cierras esa boquita? Callada estás más guapa. No me importa si toda la sociedad besa el suelo que ellos pisan, siempre pensaré que ese matrimonio no es tan perfecto como aparenta —habló sin dejar de mirarlos mientras bailaban.
   La fiesta se fue animando con el paso de las horas. Todos estaban alegres, algunos hasta borrachos, pero el primer día del año se perdonaba cualquier exceso. Felipe hablaba con un grupo de amigos con los que acostumbraba jugar al golf, mientras que Carmen y María, estaban charlando con amigas del club de tenis al que iban todas las semanas.
   A las cuatro de la mañana y sin fuerzas, Carmen decidió retirarse a la habitación del hotel. Se acercó a Felipe y, despidiéndose de todos, le dijo que se iba a dormir. Él le dio un beso en la mejilla y le susurró que no tardaría en irse también. María y Alejandro se retiraron con ella.
   Felipe estaba un poco pasado de tragos, pero es que ver a Pablo lo había desestabilizado emocionalmente. Sentía una confusión de sentimientos que le removían por dentro. Sin darse cuenta, se fue alejando del salón hacia un rincón al final del mismo. Estaba solo y, aunque necesitaba descansar, no podía obligarse a ir a la habitación.
   —Buenas noches, Fe. —La mirada de esos hermosos ojos verdes lo traspasó.
   —Buenas noches, Pablo. ¿Cómo te trata la vida?
   —No puedo quejarme, ¿y tú?
   —Viviendo lo mejor que puedo. —Sintió cómo Pablo se acercaba más a él.
   —Me gustaría que habláramos en privado.
   —Después de cuatro años… ¿Crees que tenemos algo más que decirnos? —susurró Felipe.
   —Fe, no imaginé que te podría encontrar aquí, pero agradezco que haya sucedido… Dentro de un mes me voy a vivir a Londres y me gustaría que pudiéramos hablar y despedirnos. Yo…, nunca te olvidaré.
   Felipe clavó su mirada en esos ojos verdes que tantas veces había admirado. Con Pablo descubrió el sexo y el placer, pero también el amor. Fue su primer gran amor y en ese momento era consciente de que siempre se recordarían, pero que su momento había pasado.
   —¿Dónde quieres que hablemos?
   —Ven conmigo, tengo una habitación, allí estaremos más tranquilos y podremos hablar libremente, sin miedo a ser escuchados.
   Sin decir nada, Felipe asintió con la cabeza y siguió a Pablo. Presentía que esa era una despedida definitiva, una buena manera de empezar un nuevo año, cerrando para siempre un capítulo de su vida. Pero, a diferencia de cuando acabó la relación, ahora ambos sentían que no había rencor, solo recuerdos agradables y un gran cariño.
   Carmen despertó sobresaltada, miró el lado vacío de su cama y luego la hora en su reloj, las diez y media de la mañana y como todos los primeros días del año, Felipe no había dormido en la habitación. ¿Dónde estaría? ¿Con quién? Esas eran las preguntas que se hacía mientras iba al baño.
   Se observó en el espejo y recordó el día de su boda, otro espejo, y el dolor en sus ojos al descubrir la verdad sobre Felipe. Después de casi diez años, ahí estaba ella, otra vez ante un espejo, observando el rostro de una mujer cansada, hastiada y convencida de que sabía dónde había pasado la noche su marido, en la cama de otro hombre.
   Felipe despertó desorientado y con resaca. Siempre le pasaba lo mismo, se dejaba llevar por la bebida y luego tenía que pagar las consecuencias. Se giró en la cama esperando encontrar a Carmen al otro lado, y se quedó impactado al ver a Pablo. En ese momento, los recuerdos lo invadieron. Ambos hablaron durante mucho tiempo, reflexionado sobre lo que había provocado su ruptura. Cuando ya lo habían aclarado todo y entendido que ya solo quedaban los recuerdos, Felipe se acercó para darle un abrazo de despedida y, sin saber cómo, terminaron besándose, lo que, unido al alcohol ingerido, lo llevó a olvidar toda precaución y acostarse con Pablo.
   Regresó a la habitación y se encontró a Carmen vestida y desayunando. Sin decirle nada se dirigió al servicio, necesitaba una ducha. Se desvistió y, mientras el agua resbalaba por su cuerpo, los recuerdos de la noche invadieron su mente. Al principio, la conversación entre ellos fue un poco tirante, pero a medida que iban recordando cosas y, sobre todo, a medida que notaban que realmente lo que los unió en su día ya no estaba allí, se fueron relajando.
   Pero lo que seguía latente entre ellos era la atracción sexual, o quizás el deseo de cerrar ese capítulo de sus vidas con un buen recuerdo y no con aquel que tenían de su ruptura hacía cuatro años. Fuese cual fuese la razón, lo único que sabía era que había sido descuidado al acostarse con Pablo en ese hotel, donde seguramente se quedaron muchos de sus conocidos. Alguien podía haberlo visto salir de ese dormitorio y no del que compartía con su esposa.
   Carmen estaba tomando un té con tostadas y pensando en cómo decirle a Felipe, sutilmente, que lo que había hecho estaba mal. Que se arriesgó de una manera estúpida a que alguien lo viera. Felipe entró en el saloncito de la habitación, interrumpiendo de ese modo los pensamientos de ella.
   —Buenos días, Came… —dijo con la voz resacosa.
   —Buenos días, me parece que anoche bebiste más de la cuenta. ¿Puedo preguntarte dónde pasaste el resto de la noche?
   —Yo… —se quedó en silencio pensando si mentirle o no—. En el dormitorio de Pablo.
   —¿Crees que eso ha sido inteligente? Fe, sabes que no me meto en tu vida privada, pero también sabes que tú eres el más interesado en que nadie sepa nada sobre tus gustos. Entonces, no puedo entender cómo te has arriesgado a que alguien te viera salir del dormitorio de Pablo a estas horas… Es que no te entiendo.
   —Joder, lo sé, pero es que él solo quería hablar conmigo; realmente lo que quería era que nos despidiéramos como amigos y…, no sé cómo, acabamos acostándonos.
   Carmen cerró los ojos ante la imagen que apareció en su mente al escuchar sus palabras. Por mucho que aceptara la condición sexual de su amigo, era muy violento para ella hablar del tema. Aún recordaba la escena que se había encontrado el día de su boda, ambos abrazados, besándose apasionadamente.
   —Tú sabrás lo que haces, yo… solo quiero irme a casa, por favor.
Se levantó dejándose el desayuno a medias, la conversación le había quitado el apetito. Recogió su abrigo y bajó a la entrada del hotel a encontrarse con María y Alejandro.
   —Hola, ¿qué tal…? ¿Has podido descansar algo? —dijo María nada más verla.
   —Sí, caí rendida en la cama. Ahora solo deseo regresar a casa y quitarme este vestido.
   —¿Y mi hermano, dónde está?
   —Viene de camino…, está resacoso —contestó sin más explicaciones.
   —Mi cuñado se pasó un poco de tragos ayer —apostilló Alejandro risueño.
   —Sí… celebró por todo lo alto la entrada a 1996. Espero que este año nos traiga muchas cosas buenas. —María miró significativamente el vientre de Carmen.
   En ese momento llegó Felipe y, sin más dilación se marcharon a casa. Querían ponerse cómodos y descansar un poco antes de ir al almuerzo que todos los años organizaban los padres de Felipe y María. Todo era igual año tras año: la Navidad en casa de sus padres y el fin de año en casa de sus suegros. Carmen deseaba un cambio, pero no sabía cómo plantearlo.
   Dejaron a María y Alejandro en su piso y siguieron hacia su casa. El silencio en el coche era incómodo, pero Felipe no sabía cómo romper esa tensión. Aunque entendía que estuviera molesta, le parecía que estaba exagerando.
   —Came, siento lo que ha pasado. Yo…
   —No te disculpes, simplemente piensa las cosas antes de actuar —comentó con voz seria.
   —¿Sabes? Creo que no me merezco esas palabras, soy bastante cuidadoso. En todos estos años, nadie me ha visto en ninguna actitud que pudiera levantar sospechas. ¡Y solo porque he cometido una indiscreción, te enfadas conmigo y me regañas como si fuera un crío! —exclamó furioso.
   —¡Es que basta solo una indiscreción para que todos descubran tu verdad, esa que guardas con tanto celo! ¿¡Acaso has olvidado que estamos siempre en el ojo de la prensa!? —explotó indignada y giró la mirada hacia la carretera.
Felipe se quedó callado y sintió que era un cretino. Sabía que Carmen tenía razón en todo, pero le había sorprendido su ataque; era la primera vez en años que le hablaba así y, sobre todo, que se enfadaba con él.
   Llegaron a casa en silencio y cada uno se fue a una habitación. Aunque compartían cama para evitar los murmullos del servicio, tenían cada uno su baño y su vestidor privado. Carmen hervía de furia contenida. Ella que se cuidaba de no dar ningún motivo de cotilleo a la prensa, y él se acostaba con su antiguo amante en un hotel lleno de conocidos.
   Quería que las fiestas terminaran y volver a la rutina, el colegio de su hijo, su trabajo en la clínica, sus actividades, y así, no pensar más en su realidad personal. Esa que la volvía triste y melancólica.

*****

   Las navidades eran una de las épocas más felices para Paolo Alcalá, a pesar de que, en los últimos cinco años, había vivido acompañado por un manto de tristeza y, aunque estaba intentando superarlo, no era fácil. Había perdido a su esposa Elena en un accidente de tráfico. Por culpa de un borracho, su mundo se derrumbó y, solo gracias a su familia, seguía adelante.
   —Paolo, Paolo, mio caro, ¿ma cosa stai facendo, figlio? Non mi ascolta.
   —Mamma, si te escucho, y no hacía nada, solo estaba recordando.
   —Figlio, sé que para ti estas fechas son difíciles. —Acarició el rostro de su hijo, mirándolo con dulzura.
   Para Isabella era muy duro ver a su hijo mayor sufriendo de esa manera. Rezaba todos los días para que encontrara una mujer que lo volviera a hacer sonreír, y que sus ojos brillaran de nuevo. Esperaba que este nuevo año que empezaba hoy, fuera el año en el que su hijo recuperara la ilusión de vivir.
   —¡Venid! ¡Mamma! ¡Paolo! ¡La comida está en la mesa! —gritó Sabrina desde la casa.
   —¡Ahora vamos, figlia! —Isabella se agarró del brazo de su hijo—. Venga, amore, que ya sabes cómo es tu hermana.
   —Sí, mamma, vamos antes de que Sabi se coma todo lo que ha preparado Lala —dijo entre risas, mientras se dirigían hacia la casa.
Almorzaron en familia, con las risas y algarabía de los niños que corrían por la casa. Paolo sonreía mientras escuchaba anécdotas del hijo pequeño de su hermano Bruno, era el benjamín y siempre estaba haciendo trastadas.
   Al terminar, su padre le dijo que quería hablar con él un momento, antes de que se marchara. Paolo lo acompañó a la biblioteca y allí esperó a que le hablara.
   —Hijo, la semana que viene tengo una cita en el despacho de abogados Ansúrez & Asociados. Me han dicho que son los mejores y sabes que necesitamos a los mejores para cualquier problema que pueda surgir, además de todos los trámites legales que podamos necesitar.
   —Me parece bien, papá. Aunque no conozco ese despacho, sí he escuchado que son buenos. ¿Con quién tienes la cita?
   —Con el hijo, Felipe Ansúrez.
   —Pues espero que todo vaya bien. Ya me contarás.
   —Espero de verdad que lleguemos a un acuerdo. No podemos estar sin representación legal, esos ineptos que teníamos nos han causado muchos dolores de cabeza.
   —Es cierto, papá, pero verás que todo se va a solucionar —afirmó Paolo.
   Terminaron la conversación y regresaron con el resto de la familia, para terminar de pasar ese primer día del año nuevo.

*****

   Los primeros días después de las fiestas, las calles de Madrid parecían desnudas sin las luces y los adornos navideños; poco a poco, la rutina regresaba a la ciudad. De igual manera, la normalidad había vuelto otra vez a la vida de Carmen, solo que para ella no significaba nada nuevo; su vida parecía girar dentro de un círculo que se repetía constantemente.
   Felipe, por otra parte, no había vuelto a hablar del incidente del hotel y ella tampoco quería remover ese tema. Así sus vidas continuaban como siempre, fingiendo ser lo que no eran. Carmen terminó sus citas y salió apresurada hacia el despacho de Felipe. Había quedado con él para firmar unos documentos y ya iba tarde.
   Entró apresurada en la Torre Picasso, donde se encontraba ubicado el bufete de abogados que dirigía desde hacía un tiempo Felipe; su padre estaba cansado y su salud, algo desmejorada. Carmen se encontraba de mal humor. No le gustaba llegar tarde, pero entre el retraso del último paciente y el caos de Madrid, nada había podido hacer.
   Salió del ascensor en la planta veinte. La recepcionista, Judith, la recibió con una sonrisa, como siempre que visitaba las oficinas. Era una mujer agradable y muy eficiente.
   —Buenas tardes, Carmen.
   —Hola, Judith, espero que Felipe no esté impaciente debido a mi retraso.
   —No te preocupes, él también lleva retraso en sus citas. En estos momentos está con un posible nuevo cliente —susurró Judith en plan confidencial.
   —Entonces, ¿puede alargarse la reunión? —preguntó Carmen.
   —Creo que sí, porque no hace más de veinte minutos que empezaron. Aunque me parece que están haciendo tiempo para que llegue la persona que falta —comentó la recepcionista.
   —¿Puedes, al menos, decirle a Felipe que estoy aquí? Tal vez puede salir un momento.
   —Por supuesto, Carmen, espera un instante.
   Judith se dirigió al despacho de Felipe y, tras tocar la puerta suavemente, entró en el momento que le dieron autorización. Segundos después, salió Felipe y se encaminó hacia donde se encontraba su mujer.
   —Came, disculpa que te haga esperar —se acercó y le dio un beso en la mejilla—, pero estoy en una reunión importante con unos posibles clientes; aunque uno de ellos llega con retraso. ¿Por qué no aprovechamos y me firmas los papeles que están preparados en la sala de reuniones?
   —Tranquilo, Fe, yo también he llegado tarde, hoy el tráfico estaba infernal. Dime dónde tengo que firmar y me marcho corriendo que no quiero llegar tarde a recoger a Arturo.
   Pasaron a la sala y, mientras ella firmaba, Felipe estaba pendiente de la llegada de Paolo Alcalá. Aunque en un principio la reunión solo sería con el padre, al final, este había decidió que quería que su hijo estuviera presente.
   Las calles estaban atestadas y Paolo estaba de mal humor, y el mismo empeoraba, con el paso de los minutos. Entre los problemas en la obra, su padre que lo había llamado a última hora para que asistiera a la reunión con el nuevo abogado, y el tráfico insoportable, todo el conjunto estaba consiguiendo sacarlo de sus casillas. Algo poco frecuente en él, debido a su carácter alegre. La cita con Felipe Ansúrez llevaba una semana de retraso. Su padre se vio obligado a aplazarla, debido a unos problemas en una obra y, para rematar, lo llamó para que asistiera.
   Al final, consiguió llegar a la Torre Picasso y, a pesar del retraso, ya estaba subiendo al despacho. Salió del ascensor y se dirigió a la recepcionista que, al verlo, se quedó sin palabras; aunque enseguida reaccionó y, con su mejor sonrisa, saludó al recién llegado.
   —Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarle, señor?
   —Buenas tardes, mi nombre es Paolo Alcalá y creo que me están esperando.
   —Sí, señor, le están esperando. Permítame un momento, enseguida le hago pasar.
   Judith se dirigió a la sala de reuniones, porque Felipe le había pedido que, nada más llegar el Señor Alcalá, le avisara. Tocó la puerta y esperó.
   —Pase. —Felipe miró impaciente hacia la puerta.
   —Disculpa, Felipe, ha llegado el Señor Alcalá.
   —Enseguida voy, Judith. Ofrécele algo de beber.
   Felipe se giró hacia Carmen que, en ese momento, estaba terminando de firmar. Ambos se levantaron y se dirigieron hacia la puerta. Abrieron y salieron al pasillo, a lo lejos se veía la recepción. Cuando empezaron a caminar hacia allí, Carmen se detuvo de improviso.
   —Fe, perdona, pero me he dejado el abrigo en la sala. Adelántate tú, no hagas esperar a ese cliente.
   —¡Pero quería presentártelo! Bueno, mientras recoges el abrigo, lo entretengo hasta que vuelvas.
   Paolo estaba impaciente, encima que llegaba tarde, ahora lo tenían esperando. A lo lejos vio venir a un hombre alto y se imaginó que sería Felipe Ansúrez.
   —Buenas tardes, Señor Alcalá. Disculpe la espera, pero estaba atendiendo un momento a mi esposa.
—No se preocupe, aunque si no le importa, me gustaría que empezáramos ya, porque tengo otra reunión y la he tenido que retrasar debido a este cambio de planes de última hora.
  Al ver la impaciencia de ese hombre, Felipe decidió que no podía retrasar más la reunión. Le dejó a Judith un recado para Carmen, diciéndole que no podían esperarla y, también, que llegaría tarde esa noche. Ella llegó a la recepción en el momento en que los veía caminar hacia el despacho, solo distinguía dos espaldas, la de Felipe y la del Señor Alcalá, un hombre alto y elegante. Al llegar junto a Judith, observó cómo esta seguía con la mirada al nuevo cliente, lo cual la hizo sonreír.
   —¡Judith! Judith… Hola —dijo sonriente.
   —Disculpa, Carmen, qué bochorno… Menos mal que eres tú. —Judith estaba avergonzada.
   —Tranquila, a todas se nos han ido los ojos alguna vez detrás de un hombre guapo. —Le guiñó el ojo en actitud pícara.
   —Pues puedo asegurarte que el que acaba de entra, es uno de los hombres más guapos que he visto en mucho tiempo. Me ha dejado literalmente sin palabras —dijo Judith con una sonrisa.
   —¡Lástima! Me he perdido esa agradable visión. —Ambas se miraron y empezaron a reír.
   —Perdona, Carmen, casi lo olvidaba. Felipe me ha pedido que los disculparas, pero el Señor Alcalá tenía prisa y no podía esperar. También me ha dicho que llegará tarde esta noche.
   La mirada risueña de Carmen desapareció al escuchar esas palabras. El momento divertido pasó y, de nuevo, volvía a su cruda realidad. Intercambió unas cuantas palabras con Judith, y cuando se dio cuenta, ya iba tarde otra vez. Se despidió y se encaminó hacia los ascensores. Como sabía que llegaría tarde a recoger al niño, decidió llamar a su cuñada y pedirle que lo recogiera por ella y que lo llevara a su casa, que pasaría a recogerlo por allí.
   El ascensor se abrió y del mismo se bajaron varias personas. Una vez vacío, Carmen entró, pulsó el botón de la planta baja y, de pronto, escuchó a lo lejos una voz que pedía que esperara. Sin atinar a detener la puerta, Carmen alzó la mirada y se encontró con los ojos más intensos que jamás había visto en su vida. En el tiempo que tardó la puerta en cerrarse, las miradas de ambos quedaron atrapadas.
   Paolo se quedó de pie aún impactado. Hacía mucho tiempo que ninguna mujer le llamaba la atención y, ahora, solo una mirada había bastado para quedarse prendado. ¿Quién sería esa mujer? Esos ojos parecían los de un animalito asustado, pensó. Cuando el ascensor regresó a la planta veinte, Paolo no hacía más que maldecir su suerte; por apenas unos segundos, se le había escapado la mujer más fascinante que había visto en mucho tiempo. Mientras bajaba, se preguntaba si volvería a encontrarse con ella.
   Una vez en el coche, Carmen intentó respirar despacio para calmar los latidos acelerados de su corazón. Cerró los ojos, pero aun así, la visión de esos intensos ojos castaños estaba fija en su memoria. Ningún hombre la había alterado solo con una mirada. Abrió los ojos, ya más tranquila, y agradeció a todos los dioses por qué no llegara a tiempo al ascensor. Si con una mirada la había alterado de esa manera, no quería ni imaginar lo que habría sentido estando ambos encerrados en un habitáculo tan reducido.
   Más calmada, arrancó y se marchó hacia la casa de su cuñada. Tenía que olvidar ese encuentro, total, difícilmente volvería a ver esos ojos otra vez. Al final del día, mientras leía en su cama, Carmen todavía recordaba la intensa mirada de ese hombre.

*****

   En el bar El Sol, que se encontraba cerca de la gran vía madrileña, Paolo estaba tomando unas copas con su hermano Mario. Siempre que podían se juntaban los tres hermanos, sino al menos, dos de ellos. Ese era uno de sus locales favoritos, un bar con encanto, que les recordaba la movida madrileña y sus salidas nocturnas, donde podían escuchar buena música.
   —Hermano, me estás diciendo que te cruzaste con la mujer más interesante que has visto en mucho tiempo y ¿no hiciste nada para alcanzarla? —dijo Mario, incrédulo al escuchar las palabras de Paolo.
   —Joder, Mario, fue todo tan rápido. Cuando reaccioné ya la había perdido de vista… ¿Sabes? Sus ojos eran tan tristes... Su mirada me conmovió —le explicó Paolo mientras recordaba el breve encuentro.
   —¿No piensas averiguar sobre ella? ¿Preguntar en el edificio?
   —¡Estás loco! ¿Crees que puedo llegar y empezar a preguntar por una mujer de la que no sé absolutamente nada? —Paolo lo fulminó con la mirada.
   —¡Vale, hermanito! —le dijo alzando las manos—. Solo intentaba darte ideas, es que me parece mentira que no vayas a hacer nada por encontrarla.
   —Mario, es que no puedo hacer nada…, fue un encuentro fortuito y, si el destino lo decide, seguro que nos encontraremos.
—¿¡Qué!? Eso son paparruchadas, hermano, el destino te lo buscas tú. —Mario estaba irritado por la actitud conformista de Paolo.
   —Lo único seguro es que ella estaba en el mismo despacho de abogados que yo, quizás pueda volver a encontrarla allí.
   —Entonces, eso quiere decir, que habéis llegado a un acuerdo con los Ansúrez, ¿verdad?
   —Sí, ahora ellos son nuestros abogados para todo lo que sea necesario. Solo queda firmar los documentos y a trabajar.
   —Pues reza a tus hados, para que ese día te encuentres con esa belleza. —Sonreía Mario al ver la cara de su hermano, pero en el fondo se alegraba mucho por él.
   —Cambiando de tema, ¿qué te pareció Felipe Ansúrez?
   —Me pareció un hombre honesto, una buena persona.
   —Dicen que es la envidia de todos, que tiene una mujer bellísima.
   —No sé nada de eso, sabes que no me gustan los chismes, ni sigo la prensa y toda esa tontería de la alta sociedad.
   —Nosotros no tenemos tiempo para esas bobadas —lo secundo Mario, mientras miraba hacia la pista de baile; en una mesa se encontraban dos mujeres que no dejaban de mirarlos.
   Paolo se terminó la cerveza y decidió que por ese día ya era suficiente. Se despidió de su hermano y se marchó a pesar de la insistencia de este, en que se quedase para hablar con las mujeres que los miraban descaradamente. Paolo no aceptó, no estaba de ánimo para charlas insulsas.
   Cuando salió del bar hacia su coche, caminaba sin mirar por donde iba, pensando en esos ojos tan tristes. De pronto, chocó con alguien. Al mirarlo, se sorprendió de ver a Felipe Ansúrez pasado de copas y agarrado a un hombre de una forma muy íntima. Para evitar un momento embarazoso, se disculpó y siguió su camino sin mirar atrás. Lo que no podía dejar de preguntarse era ¿qué hacía un hombre bebiendo en la calle, si tenía a la mujer más hermosa esperándolo en casa?
   —Felipe, ¡Fe…! Estás borracho y te estás poniendo en evidencia —dijo el acompañante de Felipe.
—¡Pero qué dices! Yo siempre me comporto según las normas, las reglas son lo primero en mi vida. La felicidad hay que descartarla a favor de la buena sociedad y el qué dirán —expresó con rabia.
   —Vamos, Fe, te llevaré a casa en tu coche, y luego cogeré un taxi. —Se lo llevó a rastras hacia el coche, mientras él seguía despotricando sobre la hipocresía de la sociedad.
   Carmen despertó de un sobresalto al escuchar un estruendo, se levantó de la cama y fue hacia el servicio, desde donde se escuchaban ruidos. Abrió la puerta y se encontró a Felipe sentado en el suelo. Al mirarlo, se preguntaba ¿cuántas veces más tendría que presenciar la misma escena?
   —Felipe, otra vez borracho —susurró para no despertar a nadie.
   —Came, no te enfades conmigo. ¿Por qué no podemos ser felices? ¿Por qué no encontramos el amor?
   Ella escuchó sus preguntas y cerró los ojos por el dolor que sintió en su corazón. Sabía que no era la única que sufría, pero, al menos él se distraía con sus amantes esporádicos.
   Intentó levantarlo y, cuando lo consiguió, lo llevó a la cama. Lo tumbó, le quito los zapatos, los calcetines y le desabrochó la corbata. Una vez que lo dejó en la cama, se fue a recoger todo lo que estaba desperdigado por el suelo del baño. Había momentos en los que pensaba que lo mejor para los dos sería divorciarse; pero sabía que Felipe no daría el paso y, ella, no quería disgustar a su familia, sobre todo, no quería hacerle daño a Arturo.
   Por muchas razones se sentía atada a su destino, el que eligió el día que aceptó casarse con Felipe. Se sentó junto a él en la cama y, mientras lo observaba dormir, le retiró cariñosamente el cabello de la frente.
   —Querido Fe, ¿hicimos lo correcto hace diez años? ¿Sabes? a veces lo dudo. Descansa, amigo, mañana será otro día. —Se incorporó y le dio un beso en la mejilla, luego se acostó para intentar descansar.

*****

   Las semanas pasaban y la rutina se instalaba en la casa de los Ansúrez Valenzuela. Aunque Carmen no necesitaba trabajar, para ella era importante; amaba a los niños, y cuidar de su bienestar era una satisfacción que no la pagaba ninguna cantidad de dinero.
Estaba en su consulta, esperando la entrada de su primer paciente del día. Carla, su ayudante, entró acompañada de una hermosa pequeña de veinte meses, su nombre era Isabella. Una de las cosas que les gustaba a los padres era el trato cariñoso que Carmen daba a cada niño, además de saberse los nombres, les dedicaba un tiempo y disfrutaba de ellos.
   —Buenos días, Sabrina. ¿Qué tal va la pequeña Bela?
   —Hola, Carmen, la pequeña tan traviesa como siempre —contestó la madre sonriente.
   —Me alegro, ahora vamos a ver qué tal está la princesa.
   Carmen se dirigió a la sala donde Carla estaba preparando a la pequeña mientras la entretenía con unos juguetes. La niña, nada más ver a la doctora le sonrió y le lanzó los brazos, esas demostraciones de cariño siempre la conmovían; a ella le hubiera gustado tener más hijos.
   —Hola, preciosa. ¿Cómo está mi muñequita hoy? —le dijo cariñosamente.
   —¡Hola, amen…! ia eto, e mío —chapurreó la niña.
   —Sí, cariño, es tuyo.
   Una vez acabada la revisión de la pequeña, Carmen se entretuvo un rato jugando con la niña, disfrutaba de esos pequeños momentos; adoraba a todos sus niños. Terminó y se dirigió, con ella en brazos, al despacho donde esperaba la madre. Al entrar se dio cuenta de que Sabrina estaba hablando por teléfono.
   —Hermanito, por favor, necesito que me recojas a mí y a la niña, estamos en la consulta del pediatra. Es que Roberto no puede y yo no he traído coche. ¡Per favore, fratellino…! —dijo Sabrina con voz compungida, mientras miraba a Carmen risueña —. Eres el mejor hermano del mundo.
   Finalizó la llamada y guardó su móvil en el bolso. Se levantó de la silla y cogió a su hija en brazos.
   —¿Qué tal se ha portado mi bambina?
   —Como siempre, tu niña se ha portado de maravilla. Es muy buena  ―contestó Carmen.
   —La verdad es que no puedo quejarme, es un sol de niña. Roberto y yo estamos enamorados de ella. —Sonrió feliz.
—Es para estarlo. En cuanto a la revisión, está perfecta. El peso y la talla, todo bien para la edad. Se ve que es una niña sana y feliz.
—Gracias, Carmen, ahora te dejo porque mi hermano viene a recogernos y como habrás podido escuchar, he tenido casi que suplicarle. Es muy bueno, pero cuando está trabajando no le gusta que le importunen. —Sonrió descarada—. Tiene sus ventajas ser la única mujer de la familia. —Se despidió con dos besos.
   —Te acompaño hasta el ascensor y así aprovecho para tomarme un café.
   Mientras Sabrina pagaba la consulta, Carmen aprovechó para quitarse la bata. Necesitaba un café bien cargado. La noche había estado plagada de sueños con esos ojos oscuros e intensos.
   Paolo no pensaba aparcar el coche, no obstante, encontró un lugar justo frente al edificio donde tenía la consulta el pediatra de Sabi. Por eso, decidió subir a buscarla, porque conocía a su hermana y era de las que se enrollaban a hablar. Sin saberlo, mientras él subía por uno de los ascensores, su hermana estaba entrando en el otro.
  —Carmen, gracias por todo y hasta la siguiente revisión.
  —De nada, que todo vaya bien. Saludos a Roberto —dijo Carmen mientras se agachaba para darle un beso a la pequeña Bela.
   Sabi le mandó un mensaje de texto a su hermano: «Paolo estoy bajando en el ascensor». No muy lejos de ahí, Paolo leía el mensaje y maldecía para sí. Las puertas del ascensor de Sabi se cerraban, mientras Carmen movía la mano en señal de despedida hacia la pequeña. Aún con la sonrisa en la cara, ella empezó a girarse para ir a la cafetería. De pronto, sintió que el otro ascensor llegaba y las puertas empezaban a abrirse.
   Paolo nada más llegar, y antes incluso de que las puertas se abrieran, empezó a darle al botón de la planta baja, su hermana seguro que estaría esperándole en el coche, pensó. Carmen se giró lentamente hacia el ascensor, observó cómo a mitad de la apertura, este empezaba a cerrarse otra vez. Levantó la vista y, por segunda, vez se quedó sin respiración al volver a encontrarse con esos profundos ojos castaños.
   Incrédulo y paralizado, Paolo observaba cómo la puerta del ascensor se cerraba lentamente, alejándolo otra vez de esos hermosos ojos tristes. Enseguida, salió de su trance y como un poseído intentó abrir otra vez la puerta, pero esta no obedeció y el ascensor empezó a bajar. Frustrado, le dio un puñetazo. Aun así, intentó que parara en la siguiente planta, lo cual consiguió. Salió como un loco y empezó a correr hacia las escaleras: Subió de dos en dos los peldaños y, al llegar a la planta, buscó por todas partes, intentando encontrarla, sin éxito. Su hada de los ojos tristes había desaparecido.